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La yaya

Actualizado 19-01-2008 11:10 CET

Habíamos decidido disfrutar un fin de semana de desconexión en aquel pueblo perdido en las entrañas de la cordillera, rodeados de paz y naturaleza, a las que sazonaríamos con la dosis necesaria del amor que nos sobraba a raudales.

Alquilamos un caserón de piedra en el epicentro del pueblo, con dos plantas conectadas por una escalera tortuosa, y una terraza desde la que se divisaban las crestas empinadas de la sierra.

Tras acomodar la serpiente de bultos que toda mujer necesita para desplazarse lejos de su hogar, recorrimos con minuciosidad las estancias de lo que se iba a convertir en nuestro nido de amor en los siguientes dos días.

La casa no era muy grande –tres habitaciones y dos baños en la planta de arriba y cocina, salón con chimenea y un diminuto estudio en la inferior- pero nos llamó poderosamente la atención la suave aspereza de sus paredes de piedra antigua, sus vetustos artesonados de madera y el silencio poblando a sus anchas las penumbras. Era como si nos hubiésemos trasladado al medioevo a vivir un romance idílico.

Todo salía a pedir de boca, hasta que comenzaron los ruidos. Primero fueron los pasos recorriendo cansinos los corredores del piso de arriba, mientras disfrutábamos de la lectura junto a la chimenea, luego las ventanas que se abrían por sorpresa con estrépito de vendaval y se estrellaban en sus marcos con violencia y finalmente, cuando me encerré en el estudio para escribir mi post obligado para el blog, la puerta se abrió y se cerró ante mis ojos con movimiento giratorio de pomo incluido y sin que nadie atravesara el umbral en ningún momento.

Subí al piso de arriba como un cohete, todavía me preguntó cómo diablos atravesé aquella puerta sin abrirla y ascendí los escalones añejos sin rozarlos siquiera. Mi esposa estaba embutida en la cama, con el embozo tapándole por completo la cabeza y tiritando de miedo.

-Vayámonos de aquí ahora mismo.- alcancé a articular.

Y fue entonces, cuando descendíamos agarrados el uno al otro en un abrazo de fin de los tiempos aquella tortuosa escalera, que la vimos, planchando con tranquilidad junto a la chimenea, sonriéndonos desde el fondo del salón casi a oscuras. Era una anciana diminuta, de pelo cano recogido en moño y ojos vivarachos, que se afanaba con una vetusta plancha, de esas que se calentaban sobre brasas incandescentes, en un deshilachado mantón oscuro que colgaba de la mesa. Lejos de lo que se pueda pensar, no era un espectro translúcido, ni un reflejo difuso, todo lo contrario, era una presencia real y tangible, hasta tal punto que si nos hubiésemos acercado hubiéramos podido tocarla.

Sin embargo, no lo hicimos y nos lanzamos a la calle aterrorizados de pánico, a pesar de que ya estaba bien entrada la noche. Nos dirigimos al único bar del pueblo, al otro extremo de la calle, donde el propietario espantaba a los últimos borrachos de la jornada. Pedí una tila caliente para mi esposa y un güisqui doble para mí, con la voz entrecortada y el pulso tembloroso blandiendo el cigarrillo que acaba de encender. El propietario nos miró extrañado, sirvió las bebidas y se colocó frente a nosotros del otro lado de la barra.

-¿Ya la han visto?- preguntó a secas.

-¿A quién?- respondí sin poder ocultar mi estupor.

-A la yaya- añadió.

-¿Es un fantasma o es real?- inquirí a continuación, dando por sentado que el tipo estaba al tanto de todo.

-Es una presencia – dijo- yo tengo tres en casa.-

Apuré la copa de un trago y pedí que me sirviera otra. Mi esposa, aún no repuesta del sobresaltó, prefirió retirarse a una mesa a sorber la tila y los pensamientos a tragos cortos.

Los parroquianos que quedaban en el interior de la taberna, alertados por el eco de nuestra conversación en el local casi vacío, se acercaron a lomos de movimientos etílicos y formamos un pequeño corro, una minúscula asamblea donde se dispararon las opiniones de forma improvisada.

El propietario aconsejó efectuar la prueba del vaso con agua y sal, para determinar la índole de la presencia, otros recomendaban la contratación de una vidente para contactar con ella y conocer sus intenciones y un señor, calado en una boina que casi le tapaba las cejas, dictaminó que lo mejor era hacer venir a un parasicólogo con uno de esos aparatos que miden las energías provenientes del más allá.

Mis aturdidos oídos no daban crédito a lo que escuchaban, aquellos tipos hablaban del suceso como algo cotidiano. La discusión que se entabló a continuación fue puro esperpento y amenazaba con prolongarse durante el resto de la noche de no ser que, tras ingerir mi cuarto trago consecutivo y ante la visión de mi esposa dormida como un tronco sobre la mesa del fondo del bar, tomé la decisión de zanjar la cuestión con una maniobra de osadía.

-Lo mejor será que ella misma diga lo que quiere.- concluí.

Me adentré en la casa solo, armado de un valor y una determinación hasta entonces desconocidos. La yaya me esperaba en el mismo lugar y con la misma sonrisa, deslizando la plancha sobre el incombustible mantón negro con naturalidad. Conversamos durante horas sobre lo divino y lo humano y, en especial, sobre la ardua tarea que suponía ser un espectro contra tu voluntad.

-Lo peor de todo –me dijo- es la acumulación de tanto saber, no hay manera de soportarlo.-

Cuando terminamos la conversación me animó a recoger a mi esposa y a que descansáramos con tranquilidad lo poco que restaba de noche. Me prometió que no alteraría nuestros sueños. Ya no volvió a hacerse visible hasta el momento de la partida, cuando nos dijo adiós oscilando con suavidad la mano, reflejada tras el vaho del cristal de una ventana.

Desde entonces, cada verano, la yaya se viene a nuestra casa de Sevilla de vacaciones y abandona su lóbrega cárcel del medioevo, aunque sólo sea para descansar del estrés acumulado y echarnos una mano con los niños, que se lo pasan chachi jugando con su fantasma preferido.

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