Se nos viene una buena encima. De hecho, ya ha llegado. La derecha se ha propuesto reivindicar a golpe de Fundación y oportunísimas novelas la fecha del Dos de Mayo como momento fundacional de la Nación española, hace doscientos años. Y desde ahí ya sólo serán cuatro años más de autobombo, fanfarria y en un santiamén nos plantaremos en el bicentenario de las Cortes de Cádiz. ¡Y que viva la Pepa!
Casa bien este propósito de la derecha española más o menos intelectual con una interpretación sui generis de la Historia española. En la historiografía franquista el momento germinal de España como nación lo encarnaba el 1492, fecha de múltiples significados - culminación de la Reconquista, expulsión de los moros y judíos, descubrimiento de América, primera Gramática del español, - muy apropiados para la retórica y el imaginario fascista. Sin embargo, ese año difícilmente puede representar la imagen de un Estado-nación más o menos moderno, cohesionado geográfica y políticamente, con instituciones compartidas y una cierta voluntad común de convivencia, como el supuestamente surgido tras el pacto entre absolutistas y liberales en Cádiz. Nada mejor entonces en el intento por apuntalar la maltrecha identidad española que recrear un periodo histórico como el inaugurado por la población madrileña en su lucha por restaurar la dinastía borbónica, despojándolo de cualquier atisbo conservador por no decir retrógrado. Así, los cuatro años que van del 1808 al 1812 se presentan como una especie de periodo constituyente en el que el alzamiento en armas del glorioso pueblo español contra el invasor francés trae aparejada la fundación de la Nación en términos de soberanía nacional y libertades políticas. Deliberadamente, se oculta el hecho de que aún después de Cádiz la cohesión nacional de eso que llamamos España siguió siendo escasa, que difícilmente existía aún algo a lo que se pudiera llamar pueblo español y que el impulso modernizador de La Pepa tuvo más bien poco alcance a la vista de su duración, por no hablar del consenso absoluto que mostraron absolutistas y liberales en cuanto al papel esencial de la religión católica y la Iglesia en esa nueva España. Ahora lo que interesa es dale pedigrí a un mito de nuevo cuño, una determinada concepción de la Nación española, unida y liberal y de paso sustento al partido que mejor la encarna. Se advierte un intento por convertir lo que hasta ahora era exclusivamente la fiesta oficial de la Comunidad de Madrid en una fiesta común de todos los españoles. No obstante, cada vez son más los historiadores que ponen en tela de juicio la épica con que la derecha y la anuencia de cierta izquierda, todo hay que decirlo- está queriendo tratar los sucesos del Dos de Mayo.
Uno se siente más bien afrancesado jacobino. No es por llevar la contraria, que conste. Soy consciente además de lo inútil que resulta tomar partido en hechos históricos tan alejados. Se trata más bien del gusto por el trabajo bien hecho, por acabar lo que se ha empezado. Por hacer las cosas, comme il faut. Apenas seis años de presencia francesa en España saben más bien a poco. No es que uno no defienda el legítimo derecho de los pueblos a su independencia, nada más lejos de mi propósito. Sé que la derecha española nunca pasaría por encima de ese derecho, ¡qué va! Es sólo que, como se pudo comprobar tras la vuelta de Fernando VII, El Deseado y su inmediata persecución de cualquier iniciativa reformadora, Constitución incluida, hubieran hecho falta unos cuantos años más de empuje revolucionario. No niego el valor progresista de La Pepa, especialmente si se la compara con el periodo anterior, pero no dejo de imaginar cómo hubiera sido el siglo veinte español de haberse culminado el inacabado proceso de reformas. ¿Qué hubiera habido después de la dinastía napoleónica en España: Borbones o República? Por ejemplo, ¿cómo sería la Iglesia española actual? ¿Como la francesa, que ni se la oye? Si bien es cierto que los franceses cometieron abusos y tropelías, no lo es menos que en la base del conflicto está la lucha por lel monopolio para cometer esos mismos abusos y tropelías por parte de los que veían perder sus privilegios con la llegada de los franceses. Y en primera fila, los amantes de las cadenas, a falta de prebendas. No sé yo si hay mucho que celebrar en este bicentenario. Los aficionados a la Historia de Canarias suelen citar con sorna el chiste acerca de los dos grandes errores que ha cometido Tenerife: no dejar entrar a Nelson y dejar salir a Franco. Cada vez más, opino que lo del Dos de Mayo fue un error que a algunos vino y viene muy bien. Especialmente a los que dejaron entrar a Fernando VII. Pero lo que ya sería imperdonable es volver a celebrar la fiesta de unos pocos al grito de ¡Vivan las caenas!
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