La repercusión mediática y social del fútbol convierte a los futbolistas en semidioses a los que sólo cabe exigirles ser siempre los mejores y a los que se le niega sistemáticamente la posibilidad de tener una debilidad o mostrarse como humanos dentro del terreno de juego. "¡Con los millones que ganan!" es una frase recurrente del aficionado furioso contra el defensa que comete el penalti o contra el delantero que falla a puerta vacía. Ganan millones, no tienen derecho a fallar. La tentación de meterlos a todos en el mismo saco además es muy grande: olvidamos que en el fútbol existe también una clase media e incluso media baja que no huele siquiera los focos de gloria que puedan tener Cristiano Ronaldo o Cesc Fábregas. Las penas, con cheque millonario, son menos, suponemos. Los jugadores de Austria no tienen ni siquiera ese consuelo.
Austria: algo más que una pandilla de amiguetes (efe)
¿Saben quién es Ivanschitz? Tal vez a estas alturas sí lo sepan porque los especiales sobre la Eurocopa de todos los medios de comunicación tienen la obligación de destacar a un jugador de cada equipo como "la estrella" de su selección, y a Ivanschitz le ha tocado serlo de la austriaca. El centrocampista juega en el Panathinaikos griego, el equipo de más enjundia de todos los que proporcionan jugadores a la selección anfitriona; a pesar de ser el jugador de referencia los analistas lo señalan como el mejor jugador dentro de lo malo, un centrocampista ofensivo que, tal vez, tendría cabida en algún equipo de la zona baja de la Liga. Europa mira con paternalismo y condescendencia a la selección de Austria mientras que en su país se tapan los ojos para no pasar vergüenza ante el ridículo que presumen que hará su equipo en el torneo. La mayor parte de los austriacos hubiese preferido que su equipo no jugase la Eurocopa que organiza e incluso se creó una plataforma para que no participase. Paternalismo y lástima exterior, vergüenza y bochorno interior; ¿cómo se puede afrontar un partido de fútbol de alto nivel ante una selección como Croacia, a la que todos señalan como presumible revelación del torneo? ¿Qué se les pasa por la cabeza a esos 22 futbolistas que saben que su país les mira juzgándolos y condenándolos antes del pitido inicial? ¿Cómo se lucha contra eso?
La respuesta la dieron ayer los catorce futbolistas que se pusieron delante de los croatas: con dignidad. La selección austriaca se agarró a lo único que les queda a los equipos pequeños, eso que hace que el fútbol sea el único deporte donde la sorpresa sea una opción tan razonable como la lógica, los viejos valores infalibles: lucha, voluntad, pasión, el famoso "dejarse la piel". En el minuto 4 un penalti absurdo de tan claro, de tan ingenuo, coloca a los croatas por delante y da la razón al fatalismo de los cuarenta mil austriacos que llenan el estadio: habrá goleada, haremos el ridículo. Pero nunca se debe subestimar un arrebato de dignidad por parte de unos futbolistas. A partir de ahí el partido fue un monólogo de los animosos austriacos. Daba igual que muy de cuando en cuando arrancasen los croatas un contragolpe mucho más claro que cualquier posibilidad austriaca, daba igual que los recursos se limitasen a bombear balones a las torres de Austria, daba igual que los disparos lejanos estuviesen más cerca de la calle que de la portería, daba igual que la única oportunidad que rozó el gol fuese un remate de cabeza a la desesperada en el minuto 92. Los valientes austriacos consiguieron dos imposibles: uno, que la grada rugiese enloquecida celebrando cada córner como si fuese un penalti; dos, que el público se marchase del estadio sintiendo como injusta la derrota y pensando que tal vez, a lo mejor, quizás, con estas ganas y mucha suerte, se puede pasar a la segunda fase. Pasar del ridículo a la esperanza es un acto casi heróico.
El ex ciclista Francisco Quevedo dio la clave después de una terrible etapa en Sestrieres en el Tour de Francia de 1992: "¿Héroe Indurain? El héroe soy yo, que siendo infinitamente peor tengo que aguantar este calvario". Llegar a la meta con la cabeza alta es una pura cuestión de dignidad.
Alberto Haj-Saleh (editor de Libro de Notas)
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