La pregunta que define al partido entre suizos y turcos surgió de forma espontánea ayer al final del mismo: ¿quién me iba a decir a mí que acabaría desencajado de la emoción por culpa de un Suiza-Turquía? A veces los factores externos al mismo fútbol cambian la concepción completa de un partido; mientras que la teórica calidad de, por ejemplo, una Francia o una Rumanía nos condenó al aburrimiento extremo, una brutal tromba de agua sobre dos selecciones señaladas como mediocres nos regaló un espectáculo donde corazón y vísceras sustituyeron a cerebro y técnica.
Hay veces que resulta un consuelo no ser analista futbolístico ni periodista con conocimiento de causa y poder ver los partidos con la única mirada del aficionado en busca de la piel de gallina (que es lo que, al fin y al cabo, buscamos todos los que amamos el fútbol). En la precisa y sensata crónica de Borja Barba se comienza con una frase sin duda real y acertada: "Turquía deja a Suiza fuera de su torneo con un gol en el descuento, tras ofrecer un pobre espectáculo sobre el encharcado césped de Basilea". Futbolísticamente el partido se acercó mucho más al rugby en versión "Irlanda anegada" que a cualquier partido de segunda división en la liga española, no cabe duda. Pero yo sí que presencié espectáculo, y del bueno, en los noventa minutos de Basilea. Noventa minutos donde la tormenta amplió el campo de batalla en las cuatro direcciones y sólo quedó espacio para la épica.
Turcos y Suizos tuvieron la difícil misión de adaptarse a un entorno hostil al máximo y completamente inesperado. Cuando la pelota decide que no va a botar, ni a correr, ni a rodar, ni a dejarse controlar, la ventaja la tiene siempre el primer equipo que comprende que debe dejar de jugar al fútbol para probar con otra cosa. Esa ventaja la adquirió el equipo helvético, ellos fueron los que apostaron por la "patada a seguir", convirtieron al fornido Inler en una especie de quarterback lanzador de ofensivas de cincuenta metros y a Derdiyok en el habilidoso receptor que deja sólo a Yakin para empujarla con un gesto de culpabilidad y tristeza. Las batallas épicas también tienen espacio para personajes shakesperianos como él, verdugo a su pesar.
Pero era demasiado pronto para dar por terminado el choque: al llegar el descanso la lluvia amaina pero el estado del escenario es dantesco y desolador. Los operarios de mantenimiento tratan de desaguar y drenar lo máximo posible pero las hostilidades están desatadas y, en un acto de furia colectiva, los 22 jugadores más los dos entrenadores -hierático y de aspecto de mariscal sereno el suizo Kuhn, fogoso y apasionado jefe gerrero el turco Terim- cayeron en la cuenta de que se jugaban la vida futbolística en los 45 minutos que quedaban. Nada emociona más en el fútbol que las incertezas, la de no saber por qué lado puede girar Ribery o Cristiano con la pelota en los pies pero también la de no saber en qué momento la pelota va a quedarse clavada en la frontal del área. En ambos casos, aunque por motivos diferentes, al que mira sólo le queda apretar los puños y disfrutar con ese no saber qué va a ocurrir.
Al final lo único que no sabíamos era quién sucumbiría al drama, pero sí suponíamos que todo terminaría en gloria épica por un lado y fatalidad por el otro: un portero de nombre de resonancias míticas, Volkan, que acaba metamorfoseado en gato en el momento más apropiado; un minuto trágico, el 91; un tiro desesperado desde fuera del área, un balón que rebota en un defensa y crea una parábola imposible para el meta suizo; pitido final, el cielo despejado, una selección que toma aire y se prepara para la siguiente batalla, otra que se derrumba sobre el césped encharcado. Fin de la contienda, el cielo dictó sentencia.
Alberto Haj-Saleh (Editor de Libro de Notas)
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