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Cuento de Navidad

Actualizado 21-12-2009 21:48 CET

Con mis mejores deseos de paz y felicidad para todos en estas fiestas tan señaladas.

La alarma del teléfono móvil atrajo su atención, que en ese momento se encontraba perdida entre los cientos de fotografías que cubrían por completo la mesa del salón. Su mujer siempre era luego la encargada de reordenarlas, cada vez que a él le daba por sacarlas de las cajas de cartón, forradas en papel de regalo, donde las tenían guardadas. Ana era una mujer extremadamente ordenada mientras que él era mucho más descuidado, lo que no pocas veces había servido como motivo de discusión entre ambos.

Rebuscó debajo de alguna de aquellas instantáneas hasta que dio con su móvil, que para entonces ya se había silenciado. Era la hora de empezar a prepararlo todo. No quería por nada del mundo que cuando Ana llegara a casa, se encontrara con que no estaba todo listo tal y como le había prometido aquella mañana antes de que se fuera al trabajo. Ana trabajaba en unos grandes almacenes a las afueras de la ciudad, a una media hora en coche, y al igual que en Navidades anteriores, aquella Nochebuena saldría apenas con el tiempo justo para tratar de evitar el monumental atasco de entrada a la ciudad y poder así llegar sobre las nueve a casa.

Comenzó antes de meterse en faena, por encender las luces del árbol de Navidad que Ana había comprado para el salón hacía tres años. Fue cuando se dio cuenta que muchas de las luces se habían fundido, probablemente cuando él las había guardado el año anterior. Le disgustó aquel imprevisto, pero tampoco era el momento de salir a comprar otras nuevas y a fin de cuentas, no sería ya exactamente como había planificado. Y llevaba tanto tiempo planificándolo.

Volvió a repasar mentalmente todo lo que tenía que hacer antes de que Ana se presentara en casa. Mientras lo hacía se dio cuenta de que una de las fotografías se había caído debajo de la mesa. Al recogerla recordó al instante la escena. Era imposible no hacerlo y era increíble que de todas las fotografías fuera aquella precisamente la que ahora se mostrara ante sus ojos. Un pequeño hormigueo recorrió su cuerpo al verla de nuevo. Ana aparecía en ella sonriente con un simpático gorro de Papá Noel mientras se afanaba por retirar toda la nieve que se había acumulado sobre su viejo coche la noche anterior y poder así irse a trabajar. ¡Qué fantástica sería aquella Nochebuena con todo nevado!, le había dicho ella justo hoy hacía un año.

No pudo evitar en aquel momento irse de forma instintiva hacia la ventana y contemplar un tanto absorto el lugar que había servido de escenario para aquella fotografía. Hoy no había nieve así que probablemente Ana no llegaría tarde como esa noche, pensó. Aunque para que todo resultara perfecto a él no le hubiera importado que hubiese nevado. Habría sido genial.

Retornó de nuevo sobre las fotografías y mientras las guardaba en sus cajas de cartón, se detuvo otra vez en una de ellas: Ana se veía muy joven. Le dio la vuelta para ver si tenía alguna fecha apuntada, algo que ella solía hacer, y así era: Septiembre 1998. Apenas llevaban unos meses saliendo juntos. Ana estaba con todas sus amigas, justo en el centro del grupo, posando frente al restaurante en el que acababan de cenar. Ella siempre había sido el centro de aquella pandilla. Y eso era algo evidente a poco que alguien se fijara en aquellas fotografías.

Había conocido a Ana una tarde, casi por casualidad, mientras ambos esperaban en un bar a que llegaran los respectivos amigos con los que habían quedado. Después de algún tiempo saliendo, descubrieron que para los dos aquella tarde era la primera vez que en realidad habían entrado en ese bar, que sin embargo, pronto se transformó en su punto de cita preferido. Aquella tarde en concreto, él estaba en la barra, sentado en un taburete, pasando el tiempo hojeando el periódico cuando ella se acercó para pedírselo una vez terminara de leerlo. “Es el de ayer”- le contestó él un tanto dolido por no poder ayudar a aquella hermosa chica. “Bueno, empezaré por este y luego ya tendré tiempo de seguir con el de hoy, ¿no te parece?”- le dijo ella con una sonrisa que consiguió que él saltara de su taburete mientras cerraba bruscamente el periódico para dárselo. Ella lo aceptó sin perder por un momento su sonrisa y se alejó hacia la misma mesa que ocupaba antes de acercarse a la barra. Él dirigió entonces su mirada de forma frenética hacia el resto de las personas presentes en el bar en busca del periódico del día, pero sin éxito. Preguntó nervioso por él al camarero y éste le explicó que el jefe lo había tirado a la basura porque un cliente había desparramado todo su café sobre él. No lo dudó ni un segundo. Salió del bar y en apenas dos minutos estaba delante de Ana con un periódico nuevo. “Me han dicho que para el de mañana tendremos que esperar hasta las cinco de la madrugada”- le dijo mientras Ana le miraba con cara sorprendida. El camarero le había contado la misma historia del café hacía apenas un rato. “Nos espera entonces una noche muy larga, ¿no?”- le contestó ella.

Y así fue. Y como aquella noche hubo otras muchas, todas diferentes, todas especiales. Con Ana no había nunca un momento repetido. Él a veces sentía auténtico pavor de que un día ella pudiera cansarse y desaparecer de su vida; era tal su convencimiento de que no podría nunca superarlo.

Una vez hubo guardado por fin todas las fotografías se dirigió a la cocina donde ya tenía todo preparado desde el mediodía. En realidad, únicamente tenía que meter la carne en el horno y mientras ésta se hiciera, colocar la mesa. Eso sí: la mesa tenía que estar impecable para aquella ocasión; como a Ana le gustaba que siempre estuvieran las cosas. Puso todo su empeño en disponer los dos cubiertos en la mesa con la meticulosidad del más esmerado camarero, y colocó en el centro un florero de cristal adornado con lirios blancos, las flores preferidas de Ana.

Sacó de su pequeña vinoteca una botella de champagne rosado, y la colocó dentro de la cubitera de plata que les habían regalado sus amigos el día de su boda. Encendió en ese momento la cadena musical y se alejó hasta la puerta del salón para contemplar desde ahí toda la escena. No estaba nada mal. Justo en ese instante sonó un fuete pitido desde la cocina. La carne estaba ya lista para ser servida.

Mientras esperaba a que Ana llegara descorchó una botella de vino y se sentó a la mesa complacido y expectante. En cualquier momento oiría el ruido del viejo coche de Ana mientras aparcaba delante de casa. Miró su reloj y vio que eran las nueve menos cuarto.

Después de la primera copa de vino, miró de nuevo la hora; las nueve. Se sirvió otra copa y se levantó para irse a la cocina y traer ya la carne. Se volvió a sentar y sacó de su bolsillo las pastillas que le había recetado su médico el día anterior. Con aquel vino suave como el algodón le costaría tragarlas menos de lo habitual. Apagó la luz y dejó que sólo la luz de la calle fuera la que iluminara tenuemente todo el salón.

Estaba cayendo dormido sobre la mesa cuando la puerta se abrió. Levantó la cabeza y allí estaba ella. Por fin. Llevaba un vestido blanco, delicado como sus lirios. “Ana”- apenas consiguió articular embargado por la emoción. Ella no contestó. Se dirigió a él con la misma sonrisa que él llevaba grabada a fuego en su memoria. Aquella sonrisa nadie pudo nunca quitársela. “Te he echado tanto de menos”- le dijo. La puerta se cerró y un haz de luz hizo que las paredes del salón brillaran como si fueran de oro. “Llévame contigo” –le pidió mientras sentía como ella le abrazaba. La luz fue entonces poco a poco desapareciendo y casi sin darse cuenta, todo volvió a la oscuridad. “Eres tan hermosa” –acertó a decir. “Llévame contigo” –repitió antes de caer rendido.

****************************
“¿Le importa si paro un momento a comprar tabaco?”- le dijo Ernesto a su jefe, Obregón. “¿No puedes aguantar a que lleguemos y te buscas por ahí cerca donde comprarlo?”- le espetó éste. “Con un poco de suerte todavía me da tiempo a llegar para los postres, que ya es jodido tener que perderme la comida de Navidad con mi familia”-continuó. “Como usted diga”- aceptó Ernesto resignado.

Cuando entraron en la casa todo el equipo de la científica llevaba un buen rato en ella haciendo fotos y tomando pruebas. “¿Es tal y como me dijo por teléfono?”- preguntó Obregón a uno de los que allí estaban. “Tiene toda la pinta: la autopsia nos lo confirmará –le contestó-, pero con que se haya tomado junto con la botella de vino la mitad de las pastillas que lleva la caja que hemos encontrado debajo de la mesa, yo diría que el muy cabrón tenía claro que hoy no iba a comerse el pavo”. “¡Déjate de gracietas Miró!, que no tienes ni puta de idea de qué va el tema”- le recriminó Obregón visiblemente contrariado.

Obregón se dirigió entonces hacia la cocina acompañado de Ernesto, que no se había separado de su lado desde que habían entrado en la casa. “Verás Ernesto –comenzó a contarle-, tú no estabas aquí todavía el año pasado, así que tampoco sabes de qué va esto. Lo cierto es que en la pasada Nochebuena al volver de trabajar la mujer de este pobre infeliz se salió de la carretera con su coche. El año pasado nevó mucho y eso sin duda provocó que perdiera el control. No hubo nada que hacer. A mí personalmente me tocó venir a darle la noticia a su marido. Me abrió la puerta y pude ver que tenía todo preparado exactamente igual a como lo acabas tú de ver ahora. ¡Joder, diría que es el mismo puto pavo! ¿Lo entiendes?”. Ernesto asintió sin saber qué decir. “Bueno, aquí no tenemos ya nada que hacer, así que nos vamos; mira a ver si quieres primero comprar tabaco en el kiosco de la esquina”- le dijo Obregón. “Es igual, no se preocupe; tengo en casa” –contestó Ernesto.

“¡Nos vamos!”- anunció Obregón a todos los que seguían en el salón. “Mañana hablamos en la oficina de lo que tenemos. ¡Y a ver qué cojones es esa mierda amarilla que hay por la paredes!, y si es que le dio por ponerse a pintar justo antes de suicidarse”. “¿Quiere que nos llevemos a comisaría también este vestido blanco?”- le preguntó uno de los agentes. “No Iribarren, si quieres se lo puedes regalar para Reyes a tu puta madre”- le contestó Obregón sin poder contenerse mientras salía por la puerta. “Hay que joderse con el gilipollas este” –oyeron desde dentro que decía tras el portazo.

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