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Latinoamérica alaba y envidia a la potencia que habla a EEUU de tú a tú

Por SOITU.ES
Actualizado 07-10-2009 08:49 CET

Brasil se erige en motor del Cono Sur bajo el liderazgo de Lula, un hombre carismático lejos del caudillismo, que se enfrenta de tú a tú con EEUU. Cinco destacados periodistas e intelectuales latinoamericanos hablan de la percepción que de Brasil tienen en sus países.

Pivotando entre la admiración, la envidia y el reconocimiento de una labor ingente por parte de Lula, los países de latinoamérica miran a Brasil como al hermano mayor que ha sabido despegar.

El papel de Brasil es clave para el futuro de América Latina, desde luego que tiene un liderazgo continental que ofrecer. Dueño de una de las economías más grandes del mundo, y con una abierta perspectiva de crecimiento, presenta además factores de estabilidad continuada que se han hecho patentes a lo largo de los gobiernos democráticos de Fernando Enrique Cardoso y de Lula da Silva, capaces ambos de establecer las bases de una sola política de desarrollo interno, con variantes, pero esencialmente idéntica. Esta continuidad vuelve a Brasil confiable, y los liderazgos se basan antes que nada en la confianza.

Hay, por supuesto, una disputa por el liderazgo en América Latina, bajo diferentes estilos; y entre Lula y Chávez, que pretende adelantar el suyo propio, existen diferencias fundamentales. Lula puede heredar su perspectiva de nación aplicada al plano internacional, así como Cardoso supo heredarla a su tiempo, dentro de este sentido de continuidad. Se trata, en ambos casos, de estadistas con la conciencia del papel que les toca jugar, mientras tanto Chávez depende de sí mismo y de su propia apuesta personal, bajo su propio estilo, y su influencia se basa en el recurso exclusivo de las donaciones de petróleo, o del petróleo barato. Esta exclusividad, la del petróleo, vuelve cualquier política de influencia muy precaria, y esa influencia tampoco podrá tener continuidad después de Chávez, desde luego que se trata de una política personal, no de una política de estado.

En este sentido Brasil está desarrollando una tradición de liderazgo que no depende del caudillismo, pese a la personalidad atractiva de Lula, sino en la diversidad de una oferta de cooperación que tiene serios componentes tecnológicos. Y está de por medio también el componente democrático, fundamental a la hora de ofrecer una imagen de liderazgo sólido.

De modo que habrá Brasil para rato en América Latina, como potencia económica, y como potencia democrática.

Con la esperanza de mantener el flujo de dólares gringos para financiar su obsesiva batalla contra las guerrillas de las FARC, Uribe ofreció abrirles siete bases militares nacionales a las fuerzas estadounidenses. Y el continente entero le armó la gresca. Uribe llegó a defenderse a la Cumbre de Unasur en Bariloche, temeroso de que la dupla Chávez-Correa, con la que tiene una pelea de más de un año, lo pusieran a dar explicaciones sobre asuntos internos de su país. La sorpresa fue el discurso subversivo de Lula, que invitó a sus pares a descolonizarse las mentes, y a arreglar diferencias entre los del sur; a no caer en las trampas del poder del norte que siempre los dividió para reinar.

Brasil le habló de tú a tú a Estados Unidos, con más estrategia que rabia. Fue una voz nítida de que América Latina ya había superado la etapa de la adolescencia rebelde, y era capaz de ejercer una autonomía más madura y más real frente a la temida y admirada águila imperial. El despliegue del liderazgo de Brasil no se limitó solo a un gran discurso, sino que la sofisticada cancillería brasileña —a años luz de la mayoría de sus pares en la región— ya había movido fichas, y sutilmente, como toda diplomacia eficaz, logró que Correa se moderara ante Colombia y siguiera la pauta digna, pero respetuosa, del mandatario brasilero. Consiguió que a Chávez se le viera enredado, y un poco torpe, con su cantaleta simplona en contra del imperialismo yanqui. Logró en unas horas, lo que no pudo hacer nuestro popular y provinciano presidente Uribe en meses de esfuerzos. Sólo en una escena se vislumbró el calibre del liderazgo de Lula y el peso que Brasil tendrá en los próximos años sobre los destinos de Iberoamérica.

Hace dos semanas el gobierno chileno anunció que la norma que elegía para poner en marcha la televisión digital en Chile era la japonesa. La administración Bachelet se tomó casi dos años en una decisión que requería velocidad y finalmente (después de haber coqueteado con la norma Europea y la estadounidense) cedió a las «sugerencias» de Lula y de Brasil, los grandes impulsores de la tecnología nipona.

Brasil es el hermano mayor para Chile y Lula nuestro referente. La neo-arrogancia chilena (los nuevos argentinos, pero mal vestidos, como nos dicen en Perú) no alcanza para intimidar al gigante sudamericano. Nuestras cifras macroeconómicas apenas alcanzan para despertar el interés de Brasil. Para Chile, ellos no corren por la misma pista. Y tampoco nos importa. Incluso, si nos ganan en el fútbol, los chilenos no sólo lo consideramos una tremenda normalidad, sino que además aplaudimos su buen fútbol. Y, por supuesto, Pelé nos parece mejor que Maradona.

Entre ambos no hay fronteras, entonces no hay rivalidad. Las democracias chilenas se han sentido cómodas con Brasil y las dictaduras también. Son nuestros aliados naturales, a pesar de la ausencia de documentos que nos den esa categoría. Brasil son las vacaciones para los chilenos, representan la alegría de la que carecemos e incluso Lula es lo más cercano que tenemos a la Bachelet.

Ambos (Bachelet y Lula) son socialistas conversos, ambos comparten la defensa del mercado, pero con protección social. Ambos le sonríen a Chávez, pero saben que lideran el bloque opositor al populista venezolano. Bachelet ahora tiene la misma norma de televisión digital que Brasil, porque pensándolo bien, no había otra posibilidad.

Brasil está haciendo lo que México hubiera querido y necesitado hacer en este cambio de milenio: reformas energéticas racionales, con sus naturales asociaciones productivas; una estrategia económica popular mas no populista y un liderazgo regional cada vez más sólido y contundente que ha colocado al país sudamericano en una posición de intermediario sexy sin llegar al aburrimiento propio de los tibios que se llaman a sí mismo neutrales.

México ve por todo esto a Brasil con cierta envidia, y no poco de eso tiene qué ver con Lula, ese izquierdista que salió de obrero para convertirse en un líder carismático que ha evitado la gastada retórica del típico presidente demagógico y bananero para llevarle no sólo cierta prosperidad a su pueblo sino, quizá más importante, un sentido de orgullo, de brillo nacional que en México tanto se añora.

Para un país que ha sido tan afecto al psicoanálisis como Argentina, los contradictorios, competitivos y a veces despiadados avatares de su relación con el gigantesco Brasil, quizá serian mejor materia de esa ciencia que de la geopolítica.

Brasil, que es el inevitable EE.UU. para una Argentina que, pese a su deseo, difícilmente sea el Canadá en la misma metáfora, fue para los argentinos objeto de cierto demérito y burlas que excedían la puja futbolera. Y era el país que ocupaba el arenero sobre el cual los militares argentinos se entrenaban para una guerra que nunca sucedería pero que costó la inexistencia de rutas amplias, grandes puentes, vínculos reales.

Todo eso pero también Brasil ha sido el lugar donde los argentinos se recibían de clase media si podían regalarse unas vacaciones en alguna de sus playas de nombres raros en portuñol que las chicas rubias de Buenos Aires repetían como si siempre estuvieran por el mundo.

Es muy diferente, claro, aquel Brasil de hace más de treinta años, cuando aún Argentina tenía impulso económico, al actual que multiplica por cuatro el producto bruto de su vecino del sur. Buenos Aires siempre compitió por el lugar en el mundo que hoy tiene el gigante sudamericano. Las fallas acumuladas desde la década de los 90 cuando Argentina siguió con la convertibilidad uno a uno de su moneda y los brasileños la abandonaron, generó una brecha de tamaño oceánico, no solo económico, sino cultural.

Cuando finalizó la dictadura militar, Argentina era la potencia nuclear de la región y había logrado tecnología propia para colocar un cohete en órbita que pueda transportar satélites, tenia un laboratorio propio de enriquecimiento de uranio. Y miraba con orgullo sobre su hombro a los científicos que antes habían logrado construir el primer avión a reacción de la región. Esa vanguardia científica duró poco. Raúl Alfonsín se conformó con acotar la ambición nuclear que había impulsado la dictadura, pero su sucesor Carlos Menem destruyó todo lo obtenido. Brasil, continuó. No solo en el nivel nuclear. Hoy es el tercer fabricante mundial de aviones. La petrolera argentina fue vendida en medio de una polémica que aún no cesa, Brasil mantuvo su Petrobras en matrimonio con inversiones de todo el mundo y hoy es una de las mayores del planeta.

Los argentinos que antes veían a Brasil como un competidor antipático, un socio difícil en el Mercosur —el pacto aduanero que nunca llegó a ser un mercado común político y económico—, no tienen hoy otra salida que observar a sus vecinos como el objeto de deseo, el muro psicológico contra el cual se hacen evidentes sus carencias. Todo eso se agiganta, por cierto, en la actual peregrinación por todas las estaciones del estremecimientos por las que suele hacer pasea a su pueblo el matrimonio K gobernante de Argentina. Ahí también hay mucho de duelo cuando se mira a Brasil. Un embajador se lo comentó a este cronista. A Lula da Silva le dio resultado rehuir la confrontación y las peleas y su país tiene instituciones fuertes. Hoy Brasil se reconoce como lo reconocen en el exterior, una potencia que se codea con EE.UU. y que tiene una segunda línea, como un patio trasero, al cual atender y muchas veces cuidar; es ahí donde se apila Argentina.

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