Siempre me ha gustado el cuento del siervo aquel que se encontró con la extraña cara de la Muerte en un mercado de Bagdad y pidió con súplica un caballo a su amo, para huir raudo del lugar, claro. Quería salir de allí cuanto antes y dirigirse a Islamabad; y llegar a esa lejana ciudad a la caída del sol, pues le había producido una profunda impresión ver a la Muerte con aquella cara tan amenazante. El amo, generoso, le ofreció el caballo y luego, una vez que hubo visto huir en estampida a su siervo, fue él mismo a dar una vuelta por el mercado. Como no podía ser de otra manera —pues para eso se inventan los cuentos—, también se encontró con la Señora Muerte.
Olas en el Paseo Nuevo
Y le preguntó:
— ¿Qué ha hecho usted para asustar de esa manera a mi siervo?
A lo que la Muerte, extrañada, respondió:
— La verdad es que no era mi intención asustarlo, pero me he quedado sorprendida al verlo aquí, en el mercado de Bagdad, cuando lo esperaba en Islamabad esta tarde, para la caída del sol. Me preguntaba qué hacía todavía aquí. Ha debido ser mi cara de extrañeza lo que lo ha asustado.
No sé por qué pienso ahora en estas cosas de la Muerte, ni por qué me viene a la mente este cuento antiguo. Será, quizás, porque me inspira la entrada contemplativa de mi querido socio Glotonio, que parece estar convirtiéndose, de repente, en japonés.
Pasaba hoy por la zona, cuando no he tenido más remedio que pensar en la Muerte, en esa Señora que hacía sus compras en el mercado de Bagdad.
Lo cierto es que también yo me he sentido hoy admirativo con las olas del Paseo Nuevo de Donostia. Esas enormes moles blancas acostumbran a presentarse ahora, en el mes de Septiembre, cuando las mareas son más vivas; y los turistas ignorantes estropean sus cámaras con el salitre del agua que salta por los aires. El espectáculo es de aupa.
Pasaba hoy por la zona, cuando no he tenido más remedio que pensar en la Muerte, en esa Señora que hacía sus compras en el mercado de Bagdad. Esa Muerte, se me apareció una vez en el mismo lugar que sale en las imágenes del video, bajo las olas de espuma blanca. No era Septiembre, pero recuerdo que la marea estaba baja-subiendo y que el sol ya caía en el horizonte.
Por aquel entonces yo buceaba, y cazaba con el arpón lubinas, cabrarrocas y casi todo lo que se cruzaba en mi nadar. (Todavía el ecologismo no nos había sido presentado en sociedad). Una de las pescas más deseadas de aquellos tiempos eran los percebes, que, en esta zona, eran más finos que en ninguna otra, debido a la virulencia del mar y, sobre todo, porque, junto a las nécoras, era lo que mejor pagaban en los restaurantes de la costa.
Me preparé para aguantar el embate de una enorme ola, mayor que las anteriores, que venía amenazadora: di la espalda al mar y me agarré como una lapa a las rocas; y toneladas de mar me cayeron encima. (A veces uno encuentra placeres que nadie se imagina: toda aquella espuma que me cubría, cegaba y ahogaba, era para mí un asunto iniciático con la Naturaleza). Aguantaba bajo el agua sin respirar hasta que el tsunami iniciaba su retirada. Tarzán no era más que un mierdecilla a mi lado. Tonto de mí, no había calculado que toda aquella agua que me había sobrepasado y ascendido rocas arriba, debía de regresar forzosamente al mar.
En aquella rugiente vuelta a sus fuentes, el agua me levantó por debajo y, arrastrado como un juguete, quedé convertido en tapón en uno de sus puntos de fuga entre las rocas. Parecía un despojo, allí atrapado por las piernas hasta la cintura, boca abajo y ahogándome en el fondo de un charco de apenas metro y medio de profundidad. Ni para atrás ni para adelante, era imposible la huida. Estaba clavado por la presión del agua que volvía.
Allí vi a la Señora Muerte, esa misma que asustó al siervo en la plaza de Bagdad. Tuve tiempo de hacer el famoso repaso y de decir: "Esto se acabó amiguitos, se acabó lo que se daba". Y no me pareció tan terrible, la verdad.
(Agradezco a la Vida todas la veces que me ha puesto delante de Muerte —que no han sido pocas—, pues ahora sé que no es para tanto esa historia. Aquel medio minuto eterno ahogándome, me sirvió para saber que lo mejor es que se produzca cuanto antes el salto de una realidad a otra).
Luego vino otra ola descomunal que me sacó disparado en sentido contrario —como un corcho de champagne—, estampándome contra las paredes del Paseo Nuevo y las rocas de más arriba, esas mismas que en el vídeo paran las olas. Acabé con todo el cuerpo sangrando y lleno de rasguños y heridas. Parecía un torero corneado y en pelotas. También recibí algún que otro golpe más serio que me tuvieron que sanar en el hospital. Los pocos percebes que había conseguido volvieron al mar, perdí toda la herramienta... Sólo recuerdo la cara de terror de mis amigos en la barandilla de arriba, y sus gritos que no sirvieron para nada: "!Cuidado!, !Corre!, !Escapa! , !Que viene otra ola...!".
Por lo visto, la Señora Muerte tenía sus propios planes para un día tan señalado; y en aquellas horas viajaba sentada cómodamente en un tren, rumbo a Islamabad.
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