La Paz.- Los aimaras, la principal etnia del altiplano boliviano, conciben la festividad de Todos los Santos como el "tiempo de los ajayus", un periodo de reencuentro con los espíritus de aquellos que se fueron.
Las tradiciones indígena y católica se dan la mano a principios de noviembre en la zona andina de Bolivia para celebrar el culto a los difuntos, en una rica expresión cultural que se entiende como fiesta y tiempo de convivencia.
Y es que para los aimaras la muerte natural no constituye un episodio trágico, sino un ciclo más de la propia vida. Por eso, cuando alguien fallece, dicen que esa persona "se ha ido" o "ha partido", según explicó a Efe el sociólogo boliviano David Mendoza.
A diferencia de la católica, la cultura aimara no cree en el alma sino en el "ajayu" o la energía vital que habita en cada persona. Tampoco entiende de cielo o infierno porque la morada donde descansan estos espíritus son las "achachilas" (divinidades que habitan en las montañas).
El 1 de noviembre al mediodía los "ajayus" regresan de sus montañas para convivir durante 24 horas con sus familiares y amigos, que les reciben preparando en cada hogar un altar o "mesa" rebosante de elementos simbólicos.
El propio altar, según expertos consultados por Efe, representa la montaña que ha acogido al espíritu y se viste de distintos colores: blanco, si el fallecido es un niño; negro si se trata de una persona mayor o con el andino "aguayo" si ha sido una mujer.
En las esquinas de la "mesa" son obligadas cuatro largas cañas de azúcar para delimitar el espacio de reencuentro con el "ajayu" y que otras versiones interpretan como "bastones" para que el espíritu pueda apoyarse.
El altar se completa con la fotografía del difunto y, sobre todo, con abundante comida, flores, alcohol y hojas de coca. Otras familias añaden elementos católicos como cruces, rosarios y estampas de la Virgen María.
"Los 'ajayus' vienen a comer la comida que más les gusta", según el también aimara David Mendoza, que explica así la tradición de preparar y colocar en estas "mesas" los platos y bebidas que más disfrutaba el difunto.
A estos manjares se añade la gran variedad de delicias gastronómicas bolivianas propias de la época, que los días previos a la festividad de Todos los Santos abarrotan los mercados callejeros de La Paz.
Entre estos productos típicos destacan las vistosas "tantawawas", unos panes con forma humana y un colorido rostro modelado en estuco que representan al fallecido.
Las familias bolivianas también agasajan a sus muertos con bizcochuelos, kispiñas (galletitas de quinua, el típico cereal andino), "maicillos" y un sinfín de "masitas" o dulces de diferentes formas: cruces católicas, escaleras para "ayudar" al "ajayu" en su llegada, llamas, aves, caballitos, lunas, soles...
La música juega un papel fundamental en el "tiempo de los ajayus" porque, según David Mendoza, "los aimaras se alegran cuando llegan sus espíritus y los esperan con cantos y música".
Así, los sones de las flautas andinas (pinkillos, tarcas o mohoceños) se mezclan con rezos que también son producto del sincretismo entre el indigenismo y la herencia católica. Es el caso de las "phuluras" o los "mementos", unas plegarias que combinan el castellano, el aimara y hasta el latín.
El homenaje a los difuntos se suele celebrar el 1 de noviembre en la intimidad de los hogares en torno a estos altares. Es al día siguiente cuando los bolivianos andinos acuden a los cementerios.
Como está prohibido consumir comidas y bebidas alcohólicas en el interior de los camposantos, las celebraciones familiares se reproducen, esta vez al aire libre, en lugares aledaños.
El culto a los difuntos no acaba en estas jornadas, ya que el 8 de noviembre se celebra en La Paz un rito muy particular: la fiesta de las "ñatitas" o calaveras, que no cuenta con la aprobación de la Iglesia Católica.
Se trata de una tradición poco investigada y cuestionada por sus características macabras, puesto que se emplean calaveras humanas, en algunos casos robadas de los cementerios.
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