El pasado martes, Dave Bing, un ex jugador de los Detroit Pistons, salió elegido alcalde de Detroit, de modo que sustituye definitivamente a su predecesor, que dejó el cargo tras un escándalo sexual en el que se vio envuelto. Cosas de la política, suponemos. Verdaderamente, si alguno de nosotros saliera en alguna ocasión elegido alcalde de esta ciudad, nuestra primera decisión tal vez sería la de huir en un helicóptero rumbo a Florida. Y es que, al margen del déficit de 300 millones de dólares que arrastra, de inmediato uno percibe una intensa sensación de fantasmagoría que convertiría a Candida Höfer en la perfecta cronista oficial del lugar. Éste es un esbozo de aquello que nos encontramos cuando ingresábamos en la ciudad a bordo de nuestro modesto Hyundai blanco de alquiler:
Precisamente, es en los años 20 cuando la ciudad alcanza su plenitud y un destacado lugar en el mapa estadounidense, cuya imagen pervive a través por ejemplo de los edificios de Albert Kahn, obras que por aquellos años debieron dejar con los ojos como platos a todos aquellos que se acercaban a ver un combate de Joe Louis o a echarse un trago ya que, en época de la ley seca, Detroit era una de las ciudades con la bebida más a mano, debido a su proximidad con Canadá.
Y la imagen de aquella ciudad esplendorosa también pervive en la conversación de cada contertulio detroités, como, por ejemplo, en las palabras de Bob, un abogado laboralista con un insospechado parecido físico a Zidane y muy orgulloso de poseer un loft en el que en su día fuera, con unas ocho plantas, la tienda de calzado más alta del mundo.
Estas conversaciones tintadas de nostalgia no deberían extrañar en una ciudad cuyo lema oficial es, a modo de canción triste, "speramus meliora; resurget cineribus", que traducido del latín significa algo así como "esperamos cosas mejores; resurgirá de las cenizas". Tampoco si tenemos en cuenta que uno de los más insignes hijos que ha dado la ciudad en los últimos años, Sufjan Stevens, tiene una canción dedicada a Detroit que arranca diciendo "Once a great place, now a prison" ("una vez fue un lugar fantástico, ahora es una cárcel").
Puños fuera.
Con el fin de comprender cómo una ciudad boyante pudo transformarse en esta especie de Grozni del capitalismo empecinado, nos ponemos en contacto con Lowel Boileau, quien desde un loft en una antigua planta eléctrica de 1889, dirige una página web, DetroitYES, en la que se debate el futuro de la ciudad, y nos explica cómo su número de habitantes se redujo, como si fuera una gran fuga de agua en un edificio de Albert Kahn, desde unos dos millones hasta los 900.000 actuales, todo en un periodo aproximado de unos 50 años.
"No hay una sola respuesta para explicar esta especie de Katrina a cámara lenta que empezó allá por 1972", asegura Lowel. "Por un lado, está la progresiva crisis de la industria automovilísitca, que se viene enfangando desde hace años, y que sufrió un golpe durísimo con la crisis del petróleo de entonces. Por otro lado, se cuentan las revueltas sociales de 1967, las cuales trajeron mucha violencia a la ciudad y empujaron a la gente adinerada fuera de la ciudad". De hecho, en Detroit se percibe de forma exagerada un fenómeno común en otras ciudades estadounidenses: cómo las personas con dinero han abandonado el centro para vivir a las afueras (suburbs), desde donde sólo acuden a la ciudad para trabajar casi sin bajarse de sus mastodónticos vehículos.
Esto nos lleva a plantearnos una pregunta: si alguien construyera una calle en Detroit y se olvidara de poner aceras y pasos de cebra, ¿cuánto tiempo tardaría la gente en darse cuenta de ello?
Y ahora otra pregunta: ¿No han hecho nada las autoridades para remediar esta situación de abandono? "Mira —nos dice Lowel—, aquí no hay dinero para construir nada. Ni siquiera hay presupuesto para derribar las casas que van quedando abandonadas. Y es que no hay dólares ni para averiguar quién es el dueño de esas casas. Chicos, Detroit es el abismo al que todo el mundo debería venir a asomarse para ver cómo podrían acabar las cosas".
Pero en DetroitYES quieren doblegar esa sensación de nostalgia y de vez en cuando se leen algunas propuestas de mejora, como si se tratara de una carta abierta a los Reyes Magos: que si hay que cambiar la base de la economía, que si hay que transformar el viento en energía, que si hay que ponerse a construir casinos para dinamizar la industria del entretenimiento, que hay que meterse de lleno en la era de la información, que la gente tiene que aprovechar los bajos precios de la vivienda y mudarse al centro otra vez, que la gente que emigró a los suburbs debería contribuir económicamente en la reconstrucción de la ciudad a través de impuestos, que si hay que dejar atrás esa mentalidad americana, individualista y de western para unirse todos por el bien de la ciudad...
Mientras, ya de noche abandonamos la ciudad entre el humo que sube del subsuelo, como en una peli de gángsteres ochenteros con mitones, entre gente que hace footing atravesando como faquires edificios arruinados y cristales en el suelo, y también nos cruzamos con un cartel que cuelga de una iglesia: "Da gracias a Dios. Todo podría ser peor".
Una galería de las ruinas de Detroit, cortesía de Ambrosius.
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